Cuando el "autolvido" nos alcanza
“Hablar de mi poesía / sería un autolvido apropiador, como decía Kirkegaard”
Gelman, “Notas al pie”, Líneas de fuga, un libro posible
Como siempre, en la ruleta de las fatalidades las personas que “voluntariamente” decidimos, sea desde temprano o un poco más avanzados los años cuando la demencia ya comienza a alcanzarnos, dedicarnos a algo relacionado con los libros, estamos destinados al “autolvido”. Será porque la ya mencionada demencia que nos llevó a escoger este oficio, termina convirtiéndose en un Alzheimer desdeñoso con el firme designio de olvidar nuestras propias vidas a favor del rescate de la memoria del otro, o mejor dicho, de los otros.
Pasamos meses planeando, corrigiendo, revisando, afinando, modificando y nos adentramos en un dédalo del cual no encontramos la salida, pero no tal vez porque desconozcamos el camino hacia ella, sino porque a veces pensamos que aún queda algún rincón inexplorado de ese laberinto llamado libro que valga la pena conocer y que pueda esconder misterios no develados y preferimos retardar el escape. Porque sabemos que los Minotauros y monstruos no están realmente dentro del universo literario, sino allá afuera en la vida cotidiana que nos espera al terminar, y que suspendimos por un momento. En esa vida que se resume en conducir el auto, ir al supermercado y cepillarse el cabello. En esa vida a veces es tan monstruosamente insípida si se compara con los relatos que encierra cada uno de los libros.
De ahí que no demos lucha alguna al Alzheimer, que lo dejemos apoderarse de nuestra memoria sin agotarla, en una insignificante batalla que irremediable y juiciosamente termina por perder, hasta el límite de obligarnos a olvidar nuestros nombres. Porque quién quiere llamarse “Juan López”, cuando puede ser, aunque sea por unas horas: Aben Tumart; Chaktur, el hojalatero; el estudiante del Lycée du Havre, Mehrdâd; Pedro I, el zar de Rusia; y vivir las aventuras de un delincuente del Maghreb con espíritus robinhoodianos mientras escucha al fondo el canto de los dakoïgue y recuerda que “los peces mueren con los ojos abiertos”.
Así, estas tres publicaciones que ahora presentamos: Líneas de fuga, un libro posible, Ciudad de México, ciudad solidaria, capital de asilos y el número 27 de la revista Líneas de fuga, reúnen porciones de muchos otros: de diversos mundos, diversos autores y diversas comunidades, para así preservar sus historias y admitir que el autolvidarse significa ante todo recordarse, alejarse del mundo concreto, mundano y abstraerse en esas historias de apariencia y de universos ajenos, pero que en realidad no son otras más que páginas de las nuestras. Ya que cada libro, funciona como una especie de álbum familiar. Un álbum en el que reaparecerán nuestros ancestros (imaginarios o reales), aquellos que nos ayudaron a conformar nuestra historia no solamente como individuos, sino también como colectividad.
Y finalmente cuando recibimos las cajas repletas de ejemplares de una nueva publicación que ayudamos a nacer y más aún cuando como lectores, abrimos la primera página de estos libros, sabemos que cada uno de los textos no habla sino de nuestros propios fantasmas que tal vez ya conocíamos, pero que no nos atrevíamos a mirar. Estaremos conscientes de que a pesar de haber pasado semanas de desvelos y de fechas límite que siempre parecen llegar antes, nuestra labor consiste en ser memoria, sí de los otros y de nosotros, memoria universal. En resumidas cuentas, nuestra labor como oficiantes del libro; y más importante aún, la de todos como lectores, consiste en preservar la Historia (con H mayúscula), que como bien se sabe, está conformada por relatos, y por lo tanto, de cierta forma de literatura. Porque como siempre, en la ruleta de las fatalidades las personas que “voluntariamente” que por decisión propia, olvidamos apagar la estufa, pagar el teléfono, cortarnos el cabello, sin darle lucha al Alzheimer, creemos (o al menos, a mí me gusta creer eso) que nuestro destino es perpetuar una porción o algunos restos del “ser humano”.