domingo, julio 25, 2004

Mientras dejas enfriar el te...

Ya van más de once veces que se ha escuchado el estruendo que provocan los constantes puñetazos en la puerta, pero la taza de té aún descansa amodorrada sobre el plato medio manchado por el azúcar  húmeda. Arria se ha acomodado la larga trenza negra de tal forma que no resuenen los cascabeles, los cuales le sirven como amarras, cada vez que hace ligeros movimientos a ala derecha cuando se rasca el pie izquierdo con las uñas a medio pintar y a medio desprenderse. Sin embargo ya es más que inútil el intento de alcanzar su pie, el dolor de estómago le evita el siquiera poder extender lo suficiente cualquier extremidad como para negar que su anatomía carece de tendones.
Los azotes en la puerta comienzan a reconciliarse con sus gemelos: los truenos que operetan en el exterior. La trenza se ha desecho mientras Arria se retuerce con frenesí sobre el edredón. Los cabellos enredados se confunden ahora con los innumerables pelos de gato que brincoteaban, hace un momento, cada vez que Arria se reacomodaba y alargaba el brazo para poder rascarse. El té se ha puesto más oscuro de lo normal, a decir verdad, ha dejado su tinte mohoso para asemejarse más a la sangre cuando coagula y comienza su proceso de putrefacción.
Han dejado de golpear, Arria continúa retorciéndose. El gato asoma la cabeza por la ventana, salta sobre la cama y ronronea alrededor de esos pies amoratados y casi deformes debido a tantos latigazos matinales. La puerta se abre y entra un hombre de anteojos, no muy alto, no muy fuerte, no muy guapo, no muy él, se acerca a la cama y se sienta casi en la orilla mientras se quita los lentes y los limpia con la manga izquierda de su camisa. Hace un gesto amable y dubitativo a la vez, uno de esos que se amarran a la cara en los instantes en que la hipocresía nos entra, y que sólo pueden salir gracias al agua bendita, los rosarios legítimos y los exorcismos.
La hinchazón en el vientre es cada vez más exagerada y los gestos amables cada vez más renuentes. La excitada lluvia acaba de dejar su última fogosidad en las calles, las cuales ya permanecen ligeramente susurrantes desde hace poco menos de doce minutos.
El hombre maduro decide finalmente tomar el cuerpo de Arria y llevarlo consigo, al cargarlo ambos brazos femeninos se desdoblan simultáneamente, dejando ver uno de ellos los puntillos rojos que sólo se adivinan cuando Arria por descuido recoge las mangas de la blusa.
Esta vez parece que es muy tarde, parece que el té ya se ha enfriado, parece que será necesario recalentarlo en las placas eléctricas, o por lo menos agregarle un chorrito del agua caliente que aún está sobre la mesa. Ya son casi las siete de la mañana, --es muy tarde, anuncia la voz delirante de Arria. Ella se consuela,-- ya es muy tarde para dejarla, para decirlo, para decir-“té…”, ya es muy tarde para ignorar que en la naturaleza está todo, incluso la muerte vive en ella.

1 comentario:

G. dijo...

Percibo en la utilización del lenguaje una constante que se llama depuración. Se nota cuando alguien elige las palabras precisas para acertar en el interés del lector. Nos mueves por toda esa atmósfera de Arria -personaje intrigante y en ocasiones onírico-, el cuarto de un momento a otro se llena de maullidos y ronroneos e incertidumbres. La narración nos somete a un amargo té y a un más amargo "te..." que deja la expectativa, duda, silencio o pausa, elementos propios solamente de la crueldad más caritativa del ser humano.