jueves, julio 22, 2004

Pulp fiction vs. la Revolución Mexicana

La violencia y la aceptación de la muerte: ¿el ser violentos nos hace más humanos?

La antesala de la muerte es la vida misma,

nuestra espera puede estar acompañada tanto de revistas Vogue como de una Biblia.

Y.M.

Cartucho, editado una primera vez en 1931 y una segunda en 1940, es un libro que relata sobre lo que mucha gente no quiere oír: sobre la muerte y violencia. Una violencia que duró cuatro años en el estado de Chihuahua (1916-1920), una violencia revolucionaria y nacional. Así los Hombres vivimos con los ojos cerrados, la boca cerrada y los oídos tapados, negándonos a todo elemento alterador de nuestra cómoda y cotidiana realidad. Tal vez es por esto que los textos de Nellie Campobello (1900-1986) han sido ignorados e incluso criticados, y es que a nadie le gusta leer verdades, verdades sobre los límites de lo humano. Los relatos de Campobello van más allá de ser verdades históricas, empezando porque “es difícil atribuirle un género a las obras, [...] de Campobello. Ella misma hace inútil toda discusión de esa calidad; sin pretender borrar las fronteras entre lo ficticio y lo histórico.” (Aguilar,32). Así, Nellie nos suelta mientras nosotros nos sostenemos en el hilo de la cuerda floja de nuestra realidad humana —sin una sombrilla rosada de encaje para mantener el equilibrio, ni una red de seguridad que nos dé confianza. Textos como “Las tripas del general Sobarzo”, “El ahorcado”, “El muerto” y “Desde una ventana”  nos hacen ver, a través de los ojos de una niña, cuadros violentos y atroces sobre una de las características humanas más aterradoras: la violencia. Sin embargo, he ahí el riesgo, sus relatos tienden a ser tan naturales y tan artificiales —tan poco ficcionales y tan poco históricos— que nos hacen dudar sobre la propia naturalidad y artificio de la violencia y muerte humanas.

El estilo de Nellie Campobello puede ser calificado de numerosas maneras: coloquial, ágil, breve, instantáneo, vivencial, fotográfico e inocente. “Ese trato constante de las palabras con el silencio; ese parentesco en acción del silencio con la sobriedad irónica, tierna, de frases elípticas, breves, brevísimas [...]” (Aguilar,10). En fin, pero algo que nos queda en la memoria es su mirada infantil, esa visión amoral de los acontecimientos, que se nos pega como con un post-it en la espalda, el cual no notamos en primera instancia pero que finalmente descubrimos, con cierto desagrado algunos— tal vez su papelito decía algo como: “Soy un idiota, patéame”— pero con cierto agrado otros tantos. Y es que a muchos tener una mirada infantil puede parecer un síntoma del síndrome de inmunodeficiencia adquirida, ya que se es vulnerable a todo y a casi todos. En los textos de Campobello, pareciese que la Nellie adulta se hubiese transportado físicamente a su infancia y que desde ahí nos relatara. “Y con la primera frase definía ya la postura de su estilo: entregarse con fidelidad al movimiento azaroso de los afectos de una niña [...]” (Aguilar,17). Así asistimos como lectores a las vivencias de los recuerdos de una pequeña —¿y quién dice qué aún no se ha inventado la máquina del tiempo?— y no nos queda más que intentar ver con esos mismos ojos. Debemos ponernos los lentes rojos de ese otro —en este caso de la Nellie de diez u doce años— sobre nuestros propios lentes azules, para terminar viendo de color morado. De manera que debemos, no eliminar lo que somos, pero sí desasirnos de nuestros prejuicios morales, para poder acceder a los relatos de Campobello, ya que si nos presentamos cargados de nuestros libros de Serrano Limón y Carlos Cuahutémoc Sánchez, lo más probable es que terminemos horrorizándonos y tratando de localizar a nuestro psicoanalista para que nos espante las moscas de violencia y muerte que —según nosotros— los textos de Campobello nos han dejado revoloteando a nuestro alrededor —sin saber que las moscas ya venían acompañándonos desde hacía un largo rato, debido a que posiblemente la mugre que las atrae es la propia mugre de nuestra humanidad. Y es que “Campobello no había asumido la ‘seriedad’ del adulto, éste sí verdaderamente egoísta, que, con espanto disfrazado de tolerancia, reprueba que una niña trate a los muertos como juguetes.” (Aguilar,20). Nos espantamos porque nos admitimos humanos y por lo tanto complejos, nos observamos violentos, pero lo  más importante es que los textos de Campobello nos dejan revoloteando preguntas sobre nuestras características humanas. ¿Somos violentos porque somos humanos o somos menos humanos porque somos violentos?

“Y con aquella distancia infantil, la narración denunciaba y ridiculizaba los juegos de los adultos donde se mata, se ejecuta prisioneros, se asesina, se masacra con una legitimidad que no tiene otro sustento que la supuesta seriedad de la edad madura, [...]” (Aguilar,19). Vemos la muerte con un desprecio tal, que más nos asusta el llegar a ella que vivir realmente. Sin embargo, no debería ser el acto de morir el monstruo que nos haga saltar debajo de la cama, debería ser —como ya cité— nuestra capacidad de asesinar al otro. Y es que nos creemos tan aptos para dejar de ser humanos y convertirnos en Dioses que pensamos que tenemos razones válidas para acabar con el derecho de vida de otro ser vivo. Las guerras nos son tan comunes como nos son nuestro cereal del desayuno y nuestras frituras de media tarde, nos comemos con morboso goce las noticias impresas en el Alarma o el noticiero Hechos, o la BBC, o el que sea de nuestro agrado. Habitamos en un mundo violento porque somos humanos violentos. Estamos apestados con el olor a muerte desde el inicio de nuestros días —poco sirve el que nos compremos el perfume o la colonia más cara del mercado, seguiremos emanando pestilencias de por vida, somos los zorrillitos Pepes Le Pou en la cotidiana realidad. Y bueno, ya sabemos que ni el perfume, ni los baños diarios, ni los aromatizantes florales, ni el talco nos funcionan, así que más nos vale aceptar nuestras sudoraciones y malos humores. Aceptación, dicen, es el primer paso para la rehabilitación de un alcohólico. Debemos asumirnos como seres mortales, lo que es más difícil de afirmar es si debemos de asumirnos como seres violentos. Si Campobello puede jugar con los muertos es, porque en su mirada infantil no hay repulsión y miedo por algo que se está acostumbrado, que ya se asumió como natural. “Todos los niños acumulan muertos, todos los niños tienen esa doble visión de la muerte [...]. No es culpa de ellos que los adultos hayan olvidado [...] que la muerte tiene dos caras: una material, brutal, corporal impersonal [...]; y otra cara, ideal virtual, literalmente espiritual y siempre postergada.” (Aguilar, 20).

“La niña sabía ver [...], la otra muerte, la virtual, la que traemos siempre con nosotros, a veces casi tangible, a veces sólo visible, casi siempre agazapada.” (Aguilar,21). Algunos dicen que sólo los perros y los niños pueden ver la muerte, tal vez sea una afirmación acertada. Y es que los adultos no la vemos porque la negamos: gran error. Hemos olvidado que la negación de algo sólo nos llevará a su afirmación misma; siguiendo el principio de la lógica, que dice que para negar A — A igual a la muerte en este caso— es necesario primero que A exista. De modo que debemos desengañarnos, somos mortales y seguiremos siendo mortales por muchas cirugías plásticas a las que nos sometamos, por mucho que busquemos la fuente de la juventud y por mucho que creamos en la criobiología tal como lo hizo Walt Disney. La muerte nos acompaña desde que nacemos —como ya mencioné. Ella, la dama de negro viene pegada a nosotros, tal como se adhieren las ropas en el tiempo de la canícula. Bendita ella, compañera fiel que nunca nos deja solos. Tal como nos lo demuestra Campobello, ella a veces es un poco tímida y no se quiere dejar ver por miedo a que las fotos no muestren su mejor lado. Suele sucederle, como a muchos de nosotros, que aparece con los ojos cerrados, un perejil entre los dientes, haciendo muecas o volteando para otro lado —posiblemente esto último sucede porque le está coqueteando a una de sus próximas víctimas. Sin embargo “vamos blancos por el ansia de la muerte [...]” (Campobello,76), sabemos que moriremos —a pesar de que la mayoría de las veces demostremos todo lo contrario— pero no sabemos cuando.  Aunque sin querer andamos llamando a la vanidosa catrina, a cada segundo más que respiramos, más cerca, más cerca cada vez, ella sólo camina segura y orgullosa con su vestido y peinado alto.

Sin saberlo festejamos la muerte, le rendimos un tributo en cada funeral al que asistimos —y es a ella, porque dudo mucho que sea al cuerpo inerte acostado en la cajita. La alabamos tanto que bajo pretexto de preservar las tradiciones “puramente” mexicanas, le seguimos festejando su día, tal como lo hacemos el diez de mayo a nuestras madrecitas santas. Está subida en el pedestal más alto de nuestras iglesias, recordemos la cancioncilla: “polvo eres y en polvo te convertirás” que bien nos sabemos de memoria. La vemos como a la reina del festival, subida en su carrito alegórico y rodeada de globitos y serpentinas de colores. Hemos olvidado su verdadero carácter: “sencillita y carismática”. Ella no es la catrina orgullosa que nosotros creemos, se asemeja más bien a la vecina de mascarilla de aguacate que barre el pedazo de banqueta de afuera de su casa, y es así como la puede ver Campobello, como la vecina de al lado. “Nosotras ansiosas, queríamos ver caer a los hombres, nos imaginábamos la calle regada de muertos.” (Campobello,76), relata la autora de Cartucho en uno de sus cuentos. La visión infantil de Campobello resulta natural ante la muerte porque ella aprendió a verla más como una compañera inevitable que como una princesita a la que hay que rendirle tributo.

Estamos de acuerdo en que acostumbrarnos a la idea de que vamos a morir y ver a la muerte como nuestra compañera fiel no significa que debamos de hacerla nuestra amante —que quede claro, que para nada he recomendado la necrofilia como una opción viable. Así que podemos descartar también la idea de pensar que los sacrificios humanos involuntarios, es decir en los que la víctima ignora que es la ofrenda para la divinidad, son perfectas demostraciones de nuestra aceptación de la muerte —que conste también que no es una crítica a lo prehispánico, en ese caso sí había una voluntad del individuo para ser sacrificado. Por supuesto que con esto me refiero a que debemos pensar que producir muertitos en serie, numerados con etiqueta y código de barras, y tal vez hasta envueltos para regalo, no es una idea razonable —no vaya a ser que tanta sobre-demanda provoque una baja en los precios, y que terminemos vendiendo nuestros muertitos último modelo al dos por uno. Sin embargo, tampoco pretendo decir que Campobello  sea cruel al afirmar: “Buscamos y no había ni un solo muerto, lo sentimos de veras; [...]” (76), más bien resulta que ella parece seguir el relativismo de Einstein y piensa que la visión de la realidad depende de dónde esté situado el espectador. La manera de ver la muerte está relacionada con la manera en la que vemos la vida misma. Si vemos a la muerte como parte inherente del ser humano entenderemos más, que morir es nuestro destino innegable y terminaremos por verlo naturalmente. Y si comprendemos la crueldad y el horror de las cuerdas que mueven por detrás los intereses de una guerra, entonces comprenderemos también el temor que experimentamos al ver un muerto ante nuestros ojos. No es en sí que debamos temerles a esos cuerpos, sino que debemos temernos más a nosotros, los que quedamos vivos. Temamos a los vivos porque son ellos los obreros que producen en serie. “No matarás” es el quinto mandamiento, parece más una imposición moral si leemos la frase desde el contexto religioso, aunque si lo vemos desde el punto de vista antropológico, notaremos que es más que nada una simple regla de supervivencia. Con esto quiero decir, que si todos matáramos a nuestro antojo —con la misma frecuencia con la que defecamos— posiblemente acabaríamos solos y tristes en el mundo, así que es mejor que aprendamos a contener nuestra rabia —es un proceso complejo, en ocasiones hay seres que  pueden despertar en cada uno de nosotros, débiles Jekylls, a nuestro Hyde. Ese Hyde violento no es más que un ejemplo de la dualidad humana. Tal vez sí seamos violentos por naturaleza —algo que se tomaron muy en serio los protagonistas de la historia escrita por Quentin Tarantino— y por eso hayamos creado los aparatos judicial, religioso, ético, etc; con el fin de contener a nuestro Minotauro, quien reclama hambriento a sus catorce víctimas diarias. Somos viscerales pero también racionales. Somos una mezcla perfecta, o imperfecta, de Dioses y bestias.

 Los cadáveres son incluso símbolos de belleza —si los vemos a través de los lentes morados que nos proporcionan la visión de la autora— ya que tienen el magnífico poder que les da el haber, en tan sólo un instante, pasado de ser sujetos a ser objetos. “Desde arriba del callejón podíamos ver que dentro del lavamanos había algo color de rosa bastante bonito. [...] ‘¡Tripitas, qué bonitas! [...]’ ” (Campobello,85). Pero, es importante remarcar que el hecho de ver en un cuerpo sin vida algún rasgo estético, tampoco quiere decir que para seguir regocijándonos con el “arte de la muerte” es necesario que andemos acribillando individuos y así “creando” ejemplos de belleza. Sí es necesario que poseamos una mirada crítica frente al acto de matar, pero no frente a la muerte y mucho menos frente a los muertos mismos —pobres muertos, tan solos y nosotros todavía mirándolos con desprecio. Veamos a los muertos con mirada infantil y juguetona, como a esos futuros compañeritos de clase —y es que querámoslo o no, tarde o temprano pasaremos a sexto grado de la primaria no. 56 “Doña Catrina: la dama de negro”, así que en algún momento de nuestras vidas —mejor dicho, de nuestras muertes— llegaremos a tenerlos sentados en la banca de al lado en la clase de “Español: cómo aprender a comunicarse con los entes vivos”. Será mejor que vayamos acostumbrándonos a verlos —y no porque debamos volvernos insensibles, y así convertirnos en matones a sueldo— y podamos decir: “como estuvo tres noches tirado, ya me había acostumbrado a ver el garabato de su cuerpo, [...] durmiendo allí junto de mí. Me parecía mío aquel muerto.” (Campobello,88).

Nos podemos acostumbrar a los muertos, tal como lo hizo Campobello quien “percibió cómo estos personajes, que tal vez no poseían su vida por completo, sí asumían íntegramente su muerte como el recinto inexpugnable de su redención. [...] Eran desposeídos, eran la escoria, eran bandidos, pero nadie podía arrancarles el dominio sobre su modo de morir.” (Aguilar,24). Lo único que realmente poseemos es nuestra propia muerte, nadie puede arrebatarnos eso. Esa experiencia nos pertenece, nadie puede morir en nuestro lugar. Pueden otros, a través de actos violentos, arrancarnos el derecho a decidir el momento en que terminará nuestra vida, pero jamás la sensación que esto nos producirá. La violencia es el medio que el hombre a buscado para hacerse más humano, queremos ser Dioses, pero a la vez nos aterra esta idea, así que buscamos asemejarnos un poco a las bestias. Por otro parte, buscamos tanto el querer anticiparnos a la experimentación sensorial y emocional de nuestra muerte, que pretendemos vivenciar el acto de morir a través de la aniquilación de un otro. Saber si el ser violentos es o no un modo de ser humano, es una pregunta que requiere hacerse muchas más preguntas anteriores. Empecemos por cuestionarnos sobre ¿qué es ser Hombre? y ¿qué significa ser violento?, tal vez para nuestros tibios ojos el ahorcar a un individuo en un campo de Chihuahua sea un acto escandalizador, pero tal vez para otros sea un acto de justicia. La violencia se nos atraviesa en cada esquina, el problema no es éste, sino que no la sepamos ver, nos parece criticable el hecho de que a la pequeña narradora de los relatos de Campobello le parezca cotidiano y perfectamente deseable el ver villistas y carrancistas tirándose de balazos en medio de las calles, pero nos parece agradable y risible el ver a un coyote explotándole en la cara una bomba marca ACME, solamente porque intentaba matar al correcaminos. Cada uno de nosotros es un Minotauro, un Mr. Hyde y un coyote, nos enrabietamos con la misma facilidad con la que prendemos un cerillo —en ocasiones agradecemos no ser ciudadanos americanos para así no tener tanta accesibilidad a una pistola y acabar repitiendo la masacre de Columbine, pero siempre podemos ver a la muerte a la cara y pensar que debemos esperar que el ticket con nuestro número sea el siguiente, siempre podemos comprender que el exterminio no nos dará una idea más clara de lo que será el acto de morir mismo.  

 

Adriana A. Romero Nieto

(Ácido Ribonucléico)

 

Bibliografía:

Aguilar, Jorge. “El silencio de Nellie Campobello”. Cartucho: relatos de la lucha en el Norte de México. Era: México, 2000. 9-40.

Campobello, Nellie. “El muerto”, “Las tripas del general Sobarzo”, “El ahorcado”, “Desde una ventana”. Cartucho: relatos de la lucha en el Norte de México. Era: México, 2000. 76-77, 85, 86-87, 88.


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